En nuestro Siglo de Oro, el calzón de un
labriego, el brial de una dama, los greguescos de un soldado, el herreruelo de
un hidalgo, la sábana de un prostíbulo, la cortina de un palacio, el velo de
una monja, el jubón de un cortesano, los harapos de una mendiga, los paños de
altar, el mantel con manchas de vino, las galas de un difunto… acababan por ser
ropa vieja que los traperos vendían para fabricar la pasta del papel. Sobre este
sucio, humilde, reciclado y mestizo material se imprimieron las églogas de
Garcilaso, las comedias de Lope de Vega, El Quijote de Cervantes, los
aforismos de Gracián, los sonetos de Quevedo, las octavas reales de Góngora y la
Noche oscura del alma de san Juan de la Cruz.
De una u otra forma, antes igual que ahora,
los libros están hechos del mismo tejido —confuso y deslumbrante— que la vida.
E, igual que los vestidos, nos abrigan, nos acarician la piel, nos velan o nos
desnudan, nos adornan, nos alegran, nos hacen soñar, expresan nuestro duelo, nos
significan, nos permiten transitar la frialdad del mundo.
Esta es la maravillosa alquimia del libro y la literatura.
¡FELIZ DÍA DEL LIBRO!